No sé si fue el vino tinto, la risa nerviosa, o la forma en que me miraba, pero esa noche algo cambió dentro de mí.
Salimos de un bar en Providencia después de varias copas. Mis mejillas ardían, no solo por el alcohol, sino por la fantasía que llevaba semanas acariciando en secreto. Caminábamos hacia el coche cuando lo solté, como quien deja caer una bomba suave entre palabras sin importancia:
—Tengo una fantasía… —le dije, con voz baja, casi tímida.
Me miró curioso, con esa sonrisa que tanto me enloquece. No hizo preguntas, solo me tomó de la mano y condujo sin decir una palabra más. Cuando entramos al estacionamiento discreto del Motel Zent, el corazón me latía tan fuerte que podía oírlo.
Pedimos una habitación con jacuzzi. Al entrar, la iluminación tenue, los espejos estratégicos y la cama redonda fueron como un guiño descarado a mi deseo oculto. Me quité los tacones lentamente, sabiendo que me miraba desde el borde de la cama. Me sentía expuesta, deseada… poderosa.
Le pedí que se sentara y que no se moviera.
—Esta es mi noche —le dije—. Quiero que solo me veas.
Encendí la música desde mi teléfono. Sonaba algo suave, casi tribal. Me deslicé por la habitación, dejando caer mi vestido negro lentamente. Me quedé en lencería: encaje rojo, mi favorita. Sus ojos me recorrían con hambre, pero obedecía… no se movía.
Me acerqué a él, me senté a horcajadas sobre su regazo, sin dejar que me tocara. Mi cuerpo marcaba el ritmo de la música, mi boca a centímetros de la suya. Rozaba sus labios sin besarlo. Mis manos bajaron por su pecho mientras mi aliento le rozaba el cuello. Sabía que se estaba volviendo loco. Y eso solo me encendía más.
Lo até suavemente a la cabecera con una de mis medias, solo por jugar, y me dediqué a explorar cada rincón de su piel. No había prisa. La noche era nuestra. Mis gemidos suaves se mezclaban con los de él, desesperado por tocarme.
Cuando finalmente me rendí al deseo y lo desaté, fue como liberar una bestia contenida. Me tomó con fuerza, sin palabras, como si su cuerpo respondiera por él. Hicimos el amor en la cama, en el jacuzzi, contra el espejo… La ciudad dormía allá afuera, pero en esa habitación ardíamos como si no existiera nada más.
Al amanecer, entre sábanas enredadas y cuerpos exhaustos, me besó la frente y dijo:
—Deberías contarme tus fantasías más seguido.
Solo sonreí. Porque sabía que la próxima ya estaba formándose en mi mente…