Katia no era nueva en el juego del deseo, pero había algo que llevaba tiempo palpitando en su mente como un eco constante: su fantasía de ser guiada, dominada, convertida en una perra obediente, con collar al cuello y cadena en mano ajena.
La idea le despertaba algo primitivo y liberador, una mezcla embriagadora de entrega y deseo. En su vida diaria era decidida, poderosa, segura... y tal vez por eso, en la intimidad anhelaba rendirse. No a cualquiera, claro. Solo alguien que supiera leer su lenguaje silencioso, que entendiera el valor de dominar sin destruir.
Ese “alguien” era Marco.
Cuando se lo confesó, una noche entre copas y miradas ardientes, él no se sorprendió. Solo la observó con esa sonrisa oscura que le nacía del centro del pecho y le prometió que la haría suya... a su modo.
—¿Estás lista para dejar de pensar y empezar a sentir? —le dijo en voz baja, mientras sus dedos recorrían su nuca como si ya buscaran el lugar donde cerraría el collar.
Esa noche Katia se preparó como si fuese un ritual. Se duchó con esmero, perfumó su piel, y cuando se colocó aquel conjunto negro de encaje, supo que no lo necesitaba realmente: solo quería provocarlo un poco más antes de que se lo quitara.
Cuando abrió la puerta, Marco la esperaba con un solo objeto en la mano: un collar de cuero negro, grueso, con una argolla metálica al frente. No dijo una palabra. Solo se acercó, lo colocó alrededor de su cuello y ajustó la hebilla con firmeza. El clic que hizo la argolla al cerrarse hizo que el cuerpo de Katia temblara de anticipación.
—Ahora eres mía —susurró él, enganchando una cadena corta de acero al collar.
La llevó al centro de la habitación, donde una manta gruesa cubría el suelo. Katia, sin que él lo pidiera, se colocó en posición: a cuatro patas, con la espalda recta y la cabeza baja. Sentía la respiración caliente de Marco sobre su espalda, y el leve tirón de la cadena le hacía latir el pulso entre las piernas.
Él caminaba a su alrededor como un amo contemplando a su perra favorita. La acariciaba con lentitud, con autoridad. A veces pasaba la palma por sus caderas, otras por la nuca, otras tiraba suavemente de la cadena para que la mirara a los ojos.
—Ladra para mí —le dijo.
Y ella lo hizo. No por vergüenza, sino por hambre. Era su juego, su entrega, su libertad más pura.
El placer fue tan físico como mental. Marco no solo la poseyó con el cuerpo; también la tomó con las palabras, con los gestos, con cada orden que le susurraba al oído. El ritmo de la penetración se combinaba con cada jalón suave de la cadena, y cada movimiento la hacía gemir más alto, más suelta, más perra.
La noche se volvió un ritual de sudor, obediencia, gemidos y temblores. Y cuando Katia llegó al clímax, con las uñas aferradas al suelo y el collar bien ajustado, comprendió que nunca había sentido una libertad tan salvaje como esa entrega.
Al final, Marco la recogió entre sus brazos, le quitó el collar con ternura y la besó la frente. Porque ser dominante no es solo mandar… es cuidar lo que se conquista.
Katia sonrió. Había cruzado una frontera íntima, y del otro lado no había vergüenza: solo placer.
Y sabía que volvería a ponerse ese collar… una y otra vez.