Era solo una visita rápida… o eso me decía a mí misma. Laura no estaba, se había ido de viaje, y me pidió que pasara por unas cosas. Él me abrió la puerta con una camiseta sin mangas que dejaba ver sus brazos marcados, y una mirada que ya hablaba sin palabras.
Acepté una copa de vino, y en minutos, estábamos sentados en el sofá, demasiado cerca, demasiado cargados de esa tensión eléctrica que solo se da cuando ambos saben lo que va a pasar… pero aún no lo dicen.
Él me miró con esos ojos oscuros y me dijo: “Siempre me ha costado resistirme a las cosas que no debo…”. Yo solo le sostuve la mirada y deslicé mi lengua por el borde de la copa antes de responder: “Entonces no lo hagas”.
Me besó con una hambre brutal. Sus manos se colaron bajo mi blusa, firmes, seguras, como si ya hubieran soñado este momento. Me empujó contra la pared, y me alzó con facilidad, haciéndome sentir pequeña, sumisa y hambrienta.
Su lengua recorrió mi cuello, bajó por mi escote, y me arrancó los suspiros que había contenido por años. Me desnudó ahí mismo, sin pausa. Me hizo suya en el sofá, sobre la alfombra, contra la ventana. Sus embestidas eran profundas, lentas al principio, como saboreando cada centímetro de piel que me robaba, hasta que ambos ardíamos como fuego sobre gasolina.
Yo lo monté con fuerza, con el pelo suelto, el cuerpo sudado, y los labios entreabiertos gimiendo su nombre. Él me decía cosas sucias al oído, cosas que no me atrevería a repetir en voz alta, pero que me hacían mojarme aún más.
Fue una locura. Una de esas que no se cuentan, que se esconden detrás de sonrisas falsas y abrazos hipócritas.
Pero esta es mi confesión. Porque esa noche, aunque fue traición, fue también la más intensa, salvaje y excitante de mi vida. Y sí… lo volvería a hacer.
