La noche había caído sin prisa, y la luna colgaba como un testigo silente, filtrando su luz pálida por entre las cortinas de mi alcoba. Las sábanas de satén rozaban mi piel desnuda, mientras el silencio se instalaba a mi alrededor como una promesa. Mis dedos jugaban distraídamente con los pliegues del edredón, pero mi mente ya estaba en otro lugar. Un lugar donde la realidad se disolvía entre suspiros y formas esculpidas por el deseo.
En el fondo del armario, en una caja cuidadosamente guardada, estaba mi secreto. Un objeto que no compartía con nadie. Un capricho que me había permitido cuando me di cuenta de que mis fantasías no eran como las de los demás.
Era un dildo, sí… pero no uno cualquiera. Tenía la forma y textura inspirada en un miembro equino: largo, grueso, con una punta ligeramente curvada y venas marcadas que parecían vibrar al tacto. De silicona firme pero flexible, de un negro brillante que parecía absorber la luz. Lo llamaba “mi centauro”, porque cada vez que lo tenía entre mis manos, mi mente se perdía en escenas de mitología salvaje, de cuerpos híbridos entre humano y bestia, domando mis anhelos más primitivos.
Saqué el dildo con una mezcla de reverencia y ansiedad. Mis muslos ya estaban tensos, la expectativa jugaba con mi respiración. Me tumbé en la cama, dejando que el frescor del aire me acariciara el cuerpo, mientras mis manos viajaban por mis pechos, mi vientre, deteniéndose a rozar el borde del abismo entre mis piernas. Estaba húmeda. Más de lo que esperaba. Solo pensar en su tamaño, en su forma imposible, me hacía gemir sin tocarme del todo.
Con un suspiro, lo acerqué a mis labios. Me encantaba sentir su peso en mi mano, el olor suave del lubricante que ya le había puesto antes, como un ritual. Deslicé la punta entre mis pliegues, y un escalofrío me recorrió entera. Abrí más las piernas, entregada. Lo empujé lentamente, dejando que cada centímetro estirara mi cuerpo, que lo tomara como si fuera real. Como si el centauro estuviera allí, mirándome con ojos fieros, sujetándome por la cintura con fuerza, mientras me reclamaba como suya.
El placer era intenso, salvaje, primitivo. Mis caderas se movían al compás del ritmo que imponía con mi mano, y mi otra mano se aferraba a las sábanas, buscando ancla en medio del oleaje del deseo. Cada embestida del juguete me arrancaba un gemido, más alto, más desesperado. Lo sentía profundo, invadiéndome hasta tocar partes de mí que solo se abrían en fantasías. Me dejé llevar, pensando en relinchos imaginarios, en galopeos sobre la tierra húmeda, en un cuerpo mitológico forjando el mío a su antojo.
El clímax llegó como un relámpago. Brutal. Todo mi cuerpo tembló, mi espalda arqueada, mis uñas marcando la tela del colchón. Grité su nombre —aunque no tenía uno real—, y en ese instante no fui solo mujer: fui diosa y yegua, criatura salvaje, envuelta en la niebla del éxtasis más profundo.
Cuando mi respiración volvió a la calma y mis músculos dejaron de temblar, me giré de lado, abrazando el dildo contra mi pecho como si fuera un amante dormido. Sonreí.
Mañana volvería al mundo real. Pero esta noche, en mi alcoba, había cabalgado libre.