Ella lo miraba con una sonrisa traviesa, sentada al borde de la cama. La luz tenue hacía brillar sus labios humedecidos, y entre sus dedos sostenía algo que él nunca había visto tan de cerca: un condón femenino, aún dentro de su envoltura plateada.
—Quiero probar algo diferente contigo —susurró mientras lo abría con calma, como si estuviera desenvolviendo un secreto.
Él la observaba fascinado, el corazón latiendo rápido al ver cómo lo deslizaba entre sus manos. El aro interno se deslizó por sus dedos antes de guiarlo suavemente dentro de sí, con un movimiento lento y deliberado que la hizo gemir apenas lo sintió ajustarse en su interior.
—Mírame… —pidió ella con un tono bajo y cargado de deseo.
Él no podía apartar la vista mientras ella introducía el aro con destreza, sus dedos desapareciendo dentro de su cuerpo. El movimiento la excitaba tanto como a él: se arqueaba, respiraba más fuerte, y esa preparación se volvía parte del juego.
Cuando terminó, abrió los muslos y lo invitó con una mirada. No necesitaba palabras. La boca de él recorrió su vientre, saboreando cada gemido que ella soltaba, hasta que su sexo húmedo y preparado lo recibió sin prisa.
El condón femenino le ofrecía una sensación distinta: la textura suave, la fricción interna, la libertad de no detenerse para colocarse nada él mismo. Era como si ella lo hubiera envuelto de antemano, esperando ese momento.
—Muévete así… más profundo —jadeó ella, apretando sus caderas contra las de él.
La intensidad crecía, cada embestida acompañada por el sonido húmedo y delicioso de su unión. Ella disfrutaba el control, disfrutaba haber tomado la iniciativa, y él se rendía a ese juego nuevo, más intenso de lo que había imaginado.
El clímax llegó como una ola compartida, sus cuerpos tensándose al mismo tiempo, mientras ella lo abrazaba fuerte con las piernas abiertas, sintiéndose completamente llena y protegida, pero sobre todo, completamente libre.