"La noche que me desaté"
No era la primera vez que escuchaba hablar de esas pastillas afrodisíacas para mujeres, pero esa noche… simplemente me dejé llevar. Estaba cansada de la rutina, del deseo contenido, de imaginar y no hacer. Así que me tomé una, solo una, con una copa de vino tinto mientras me miraba al espejo. Mi cuerpo temblaba un poco, pero no de miedo: era pura anticipación.
El calor empezó suave, como una ola tibia que se deslizaba desde mi vientre hasta mis muslos. Me sentía más sensible, más ligera… más viva. Como si algo dormido dentro de mí se hubiese despertado con hambre.
Ellos llegaron poco después. Dos hombres completamente distintos, pero ambos sabían lo que hacían con solo mirarme. Uno tenía una sonrisa descarada, el otro, una mirada que me desnudaba sin tocarme. No había planes, solo ganas. Y yo, más abierta que nunca.
No recuerdo exactamente quién me tocó primero, solo que mis manos ya no sabían a quién aferrarse. Me dejé llevar, sin culpa, sin miedo. Mi cuerpo respondía a todo: una caricia en la nuca, un susurro al oído, una lengua viajando lenta por mi piel.
La noche fue larga… y deliciosa. Perdí la cuenta de los gemidos, las manos, los besos, las embestidas. Solo sé que por primera vez en mucho tiempo, no pensé en nada. Solo sentí.
La noche que me desaté – Parte 2
Sus miradas se cruzaron por encima de mí, como si compartieran un deseo tácito de devorarme juntos. Yo, en medio de esa tensión eléctrica, me sentía como el centro de un ritual ardiente. Uno de ellos me tomó de la cintura, firme pero suave, y me besó con una intensidad que me dejó sin aire. El otro bajó lentamente por mi espalda, deslizándome el vestido hasta que mis pezones se endurecieron con el aire y la excitación.
La pastilla ya hacía su efecto. Cada roce era como fuego líquido. Me sentía mojada, hinchada, hambrienta.
—¿Estás segura? —preguntó uno, con la voz ronca, los ojos encendidos.
—Más que nunca —respondí, tirando de él hacia mí.
El primero me besaba mientras el otro se arrodillaba frente a mí, abriendo mis piernas con una suavidad casi reverente. Su lengua fue directa, segura, saboreándome sin apuro. Me arqueé de inmediato, jadeando, perdida entre la boca de uno y las manos del otro.
Me pusieron en la cama como si supieran exactamente lo que necesitaba. Uno me penetró por detrás mientras el otro me llenaba la boca con su deseo. Me sentí invadida, completa, cada centímetro de mí usado, adorado, empujado al límite. Grité una vez, dos, muchas más. Perdí la cuenta de los orgasmos. Parecía que no paraban de venir, uno detrás del otro, como si mi cuerpo se hubiera soltado de todas sus cadenas.
Me ataron las muñecas con una corbata y jugaron con mis límites, lamiéndome, mordiéndome, turnándose, riéndose entre ellos cuando no podía más. Y aún así seguía queriendo más. Nunca me había sentido tan suelta, tan viva, tan puta… y tan adorada a la vez.
La noche se hizo larga, y en algún momento, entre sus cuerpos, me quedé dormida con una sonrisa, aún temblando, aún mojada.