No suelo escribir sobre estas cosas. Pero hay noches que se quedan tatuadas en la piel, como si el deseo hubiese decidido dejar marca. Me llamo Román. Tengo 32 años, trabajo en logística, y hasta hace poco, llevaba una vida relativamente tranquila. Eso cambió una noche cualquiera en el Chicas Bar Night Club.
Lo había escuchado mencionar en conversaciones de amigos, con ese tono entre complicidad y morbo que hace que algo se te quede en la cabeza. No fue una decisión planeada, más bien un impulso. Había tenido una semana agotadora y necesitaba soltarme. Cuando crucé la puerta, no esperaba más que un par de copas, buena música, y tal vez un poco de conversación. Me equivoqué. Y por suerte.
El lugar estaba envuelto en luces cálidas, rojas y púrpuras, con una atmósfera espesa de perfume, alcohol y piel. El sonido del reguetón lento se mezclaba con las risas femeninas y la mirada de algunas chicas que no tenían nada de inocente. Enseguida se me acercó una mujer alta, de piel canela y curvas perfectamente diseñadas por la naturaleza o por dioses muy generosos. Se llamaba Kiara.
—¿Primera vez en Chicas Bar? —me preguntó, sentándose en mis piernas sin pedir permiso. Su aroma me golpeó directo al cerebro: dulce, cálido, carnal.
Asentí. No podía hablar. Su cuerpo se movía lento, rozando el mío, y su boca rozó mi oído con la misma delicadeza con la que una lengua prueba el filo de una copa de vino. Me invitó al área VIP, y aunque sabía lo que podía pasar allí, no imaginaba cuán lejos llegaría la noche.
El cuarto privado era un santuario de sombras suaves, sillones de terciopelo y un espejo enorme que cubría la pared. Ella puso música baja, cerró la puerta, y se deslizó sobre mí como si supiera exactamente lo que deseaba sin que yo dijera una palabra.
Sus manos me desnudaron sin apuro, como si saboreara cada centímetro de piel que descubrían. Su lengua siguió el mismo camino, marcando senderos de fuego por mi abdomen, mis muslos, mi pecho. La lujuria nos envolvía como un vapor denso. El mundo allá afuera dejó de existir.
Me dejó recostado mientras ella se quitaba la ropa sin apuro. La miré en el espejo: su cuerpo bailaba encima del mío como una danza ritual, salvaje y suave a la vez. Sentía su respiración acelerarse, sus caderas apretarse contra las mías, sus gemidos brotar cada vez más descontrolados. No sé cuánto duró el momento, pero sí sé que los dos nos perdimos en él.
Cuando salimos del cuarto, no dijimos mucho. Kiara me besó el cuello, se acomodó el vestido y desapareció entre luces y risas. Pedí un whisky doble, aún temblando.
Desde entonces, Chicas Bar Night Club dejó de ser solo un lugar para mí. Es un recuerdo, un secreto. Una noche en la que dejé de ser solo Román... y me convertí en deseo hecho carne.