Fórmulas prohibidas
Beto nunca fue un amante de la química, hasta que entró al salón y la vio.
La profesora Ramírez no solo dominaba los elementos, también dominaba miradas. Su bata blanca no ocultaba las curvas que lo desvelaban, ni la forma en la que sus labios se curvaban al pronunciar palabras como "reacción" o "catalizador".
Beto, de 18 recién cumplidos, se sentaba siempre en la segunda fila. No por interés en la materia, sino porque desde ahí podía ver cómo la maestra escribía en la pizarra, el leve vaivén de sus caderas, y ese perfume suave que a veces, con suerte, llegaba hasta él.
Las noches se habían vuelto inquietas.
En sus sueños la escena comenzaba como siempre: el laboratorio vacío, el reloj marcando las 6:47 p. m., y Beto, solo, acomodando tubos de ensayo sin saber por qué seguía allí.
Entonces, la puerta se abría con un suave clic, y ella entraba.
La profesora Ramírez llevaba su bata semiabierta, dejando ver una blusa de seda negra que se pegaba a su piel como si estuviera diseñada para el pecado.
—No te vayas aún, Beto. Quiero que me ayudes con algo… más personal —dijo, con voz baja, cargada de intenciones.
Él tragó saliva. Su corazón golpeaba como un tambor.
Ella se acercó lentamente, rodeándolo por detrás. Su perfume era suave, floral, casi narcótico. Le rozó el cuello con sus labios, y él sintió que se le aflojaban las rodillas.
—Vamos a probar una reacción diferente —susurró. Y sus manos, finas y cálidas, bajaron por su pecho, deslizándose por debajo de su camiseta.
Beto dejó escapar un suspiro. Sus músculos respondían como si cada caricia fuera un botón secreto.
Ella giró frente a él, mirándolo fijamente.
—¿Te excita esto, alumno aplicado?
—Mucho… —susurró él, sin poder contener la respiración agitada.
La profesora tomó su mano y la llevó hacia su cintura, guiándola debajo de la bata. No llevaba nada más. La piel de sus caderas era suave y ardiente.
Beto la abrazó, y sus labios se encontraron por primera vez. Fue un beso lento, profundo, cargado de electricidad.
Ella se sentó sobre la mesa del laboratorio, abriendo las piernas, invitándolo sin palabras.
—No tengas miedo, Beto… hazme reaccionar.
Él se inclinó hacia ella, besando su vientre, sus pechos, cada centímetro que había deseado en silencio.
Sus cuerpos se fundieron, piel con piel, calor con calor, en una mezcla perfecta de deseo contenido y pasión liberada.
El sonido de los frascos vibrando al borde de la mesa, sus gemidos ahogados, el olor a sexo y química flotando en el aire… todo lo hacía más irreal.
Y justo cuando el clímax lo recorría de pies a cabeza…
Despertaba. Empapado. Respirando fuerte. Con la sensación aún viva entre sus muslos y el deseo intacto en su mente.
Siempre el mismo sueño. Siempre ella.