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Relato erótico: fantasías de sumisión y placer con fuete bondage.

Relato erótico: fantasías de sumisión y placer con fuete bondage.

Nadie imaginaba que Clara, tan reservada, tan pulcra en su manera de vestir y hablar, albergara en su interior un deseo tan ardiente. Era una mujer de oficina por fuera… pero en la intimidad, deseaba ser otra. Soñaba con cuerdas, órdenes, miradas dominantes y… sobre todo, con el sonido de un fuete de cuero deslizándose sobre su piel desnuda.

Aquella noche se sintió preparada. Había pasado meses leyendo, aprendiendo, fantaseando. Se miró al espejo y sonrió al ver su reflejo: llevaba solo un body de encaje negro, medias de red y un collar de anilla que descansaba justo sobre su clavícula. Era su símbolo, su entrega.

Cuando abrió la puerta del apartamento, Daniel la esperaba. Alto, seguro, vestido de negro, con una pequeña bolsa de cuero colgando de su hombro. La besó sin decir palabra, sujetándola del cuello con firmeza, y le susurró:

—Hoy vas a aprender a obedecer, Clara.

Ella tragó saliva, y su cuerpo se estremeció de pura anticipación.

En el centro del salón, sobre una alfombra gruesa, Daniel colocó el contenido de la bolsa: cuerdas de cáñamo, esposas de piel, un antifaz… y lo que más la hizo jadear: un fuete bondage de mango firme y tiras finas de cuero suave.

—Arrodíllate —ordenó él, y Clara cayó con gracia.

Sus muñecas fueron atadas detrás con precisión, con ese arte que combina firmeza y cuidado. Daniel sabía de lo que hablaba, y cada nudo parecía acariciar la piel, apretando justo lo necesario. Luego le cubrió los ojos. La oscuridad agudizó todo lo demás.

El primer toque del fuete no fue un golpe, sino una caricia. Él lo deslizaba por su espalda, sus muslos, su cintura. Clara gemía apenas, con los labios entreabiertos. Su cuerpo era una sinfonía de nervios, piel erizada y respiración contenida.

Y entonces vino el primer latigazo. Suave, medido, en una nalga.

No fue doloroso. Fue un latido. Un despertar.

Le siguieron otros dos, cada uno más firme que el anterior. Y después, una pausa. Las pausas eran lo peor… porque hacían que Clara suplicara sin hablar.

—¿Te gusta? —preguntó él, sujetándole del cabello y llevándola a mirarlo aun con el antifaz puesto.

—Sí, amo…

La palabra salió sola, desde un rincón de ella que hasta entonces solo existía en fantasías.

Daniel la premió. Desató una mano y la llevó a tocarse mientras le daba más. El fuete golpeaba y su dedo se deslizaba. Ritmo, tensión, obediencia, deseo. Clara ardía. Se convertía. Dejaba de ser ella y al mismo tiempo, se encontraba.

Cuando él por fin la tomó, con fuerza, guiándola con las cuerdas aún colgando de sus muñecas, Clara gritó de placer. No por el orgasmo —que fue salvaje y largo—, sino por la libertad de ser usada, cuidada y deseada a la vez.

Cuando todo acabó, Daniel la sostuvo entre sus brazos, quitó el antifaz y le besó la frente.

—Fuiste perfecta, mi sumisa.

Clara sonrió. Había cruzado una línea invisible. Y en ese lado del placer, solo existía una verdad: su deseo ya no tenía miedo.

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