El sonido de mis tacones resonaba en el suelo brillante de la oficina mientras me dirigía a mi escritorio. Era mi primer día de trabajo como secretaria en una prestigiosa empresa, y los nervios me consumían. Había elegido un conjunto formal pero ceñido: una blusa blanca abotonada y una falda de tubo que realzaba mis curvas. Sabía que debía mantener la compostura, pero algo en la mirada del jefe cuando me recibió en la mañana me había encendido de una forma inesperada.
—Bienvenida —dijo él, su voz profunda y autoritaria. Me sostuvo la mirada con intensidad antes de esbozar una leve sonrisa—. Espero que te acomodes bien.
Pasé el día aprendiendo mis nuevas tareas, organizando archivos y respondiendo correos. Pero cada vez que el señor Álvarez pasaba cerca de mi escritorio, sentía su presencia como una corriente eléctrica recorriéndome la piel. Había algo en su postura dominante, en la forma en que me observaba de reojo, que me hacía apretar las piernas con fuerza.
Cuando la oficina quedó prácticamente vacía al final del día, él salió de su despacho y se apoyó en el borde de mi escritorio.
—Veo que te has adaptado rápido —dijo con voz grave—. Eso me gusta.
Me mordí el labio, sintiendo un calor abrasador en mi vientre. Sin poder evitarlo, mi mirada recorrió su cuerpo: el traje a la medida que se ceñía a su figura fuerte, sus manos grandes y seguras sobre la madera. Me di cuenta de que él notó mi escrutinio porque una sonrisa ladeada apareció en su rostro.
—¿Necesitas algo más antes de irte? —pregunté con voz suave.
Él inclinó la cabeza, observándome con un brillo peligroso en los ojos.
—Sí —dijo, su tono cargado de intención—. Pero no estoy seguro de si deberíamos…
Me incliné ligeramente hacia él, mi corazón latiendo con fuerza.
—Quizá deberíamos —susurré.
No necesitó más provocación. En un movimiento ágil, me tomó por la cintura y me hizo girar, presionándome contra el escritorio. Un jadeo escapó de mis labios cuando sentí su aliento cálido en mi cuello.
—Eres una tentación —murmuró mientras sus manos recorrían mis caderas y subían por mi espalda.
Mis manos temblorosas desabrocharon los primeros botones de mi blusa. Su boca descendió hasta mi cuello, besándolo con una mezcla de suavidad y necesidad. Sentí el calor de sus labios, la presión de su cuerpo contra el mío, y supe que había cruzado un límite del que no quería regresar.
Las horas de oficina habían terminado, pero la verdadera jornada apenas comenzaba.