Ramiro sabía que le quedaba poco tiempo. El diagnóstico fue claro: meses, no años. Pero lejos de caer en la tristeza, decidió que su adiós sería tan intenso como su vida.
Tenía 63 años, un cuerpo cuidado con dedicación y una cuenta bancaria que le permitía cualquier fantasía. Su debilidad siempre fueron las mujeres jóvenes: sensuales, ambiciosas, irresistiblemente libres. Así fue como organizó su despedida: una escapada de tres días a una villa privada en la costa, con tres bellezas de poco más de treinta años menos que él.
Isabela, Morena y Luna. Tres cuerpos de tentación, cada una distinta: una tímida, otra dominante, y la última, puro fuego en forma de carne.
El primer día fue solo juegos: masajes con aceites calientes, caricias bajo el agua, miradas que prometían. Pero en la noche, Ramiro tomó el control. Las tuvo a las tres para él, alternando caricias y gemidos, besos húmedos y cuerpos cruzados entre sábanas de seda.
Morena se montó sobre él con fuerza, gimiendo su nombre como un hechizo; Luna se arrodillaba a sus pies, lamiendo cada rincón de su piel con devoción; e Isabela, tímida al principio, terminó atada a la cama, sus jadeos silenciados por el placer que la consumía.
Ramiro las tocaba como si las esculpiera, con deseo pero también con la urgencia de quien sabe que cada segundo cuenta. Sus últimos orgasmos fueron lentos, profundos, como olas que no querían romperse. Y ellas, conscientes o no, le entregaron su juventud como una ofrenda.
Al amanecer del cuarto día, lo encontraron dormido, con una sonrisa plácida, el cuerpo cubierto por sus amantes, aún desnudas, envueltas en el aroma de una noche eterna.
Así murió Ramiro. No entre máquinas, sino entre gemidos. Como vivió: con lujo, deseo… y tres mujeres jadeando su nombre.
