Fue una tarde como cualquier otra, o al menos eso creía. Estaba sola en casa, con la sensación deliciosa de tener tiempo para mí, sin prisas, sin interrupciones. Mi novio había salido a ver a unos amigos y yo sabía que tenía al menos dos horas por delante para disfrutar de algo que hacía tiempo no me regalaba: un momento de intimidad total conmigo misma.
La idea llevaba días rondándome. Me había comprado un conjunto de lencería negro con encajes finos, un liguero que apenas cubría lo justo, con las medias de red que se sujetaban firmemente a mis muslos. Era provocador, elegante, y me hacía sentir poderosa, deseable… y peligrosamente excitada.
Cerré las cortinas, puse música suave, y encendí una vela de aroma dulce. Me miré al espejo mientras me vestía, dejando que mis manos rozaran cada curva lentamente. El roce del encaje sobre mi piel era como una caricia constante. Me mordí el labio, ya sintiendo cómo mi cuerpo empezaba a calentarse con solo verme así.
Me recosté sobre la cama, dejando que la música envolviera la habitación. Deslicé una mano por mi vientre, jugueteando con los bordes del liguero, sintiendo cómo la tela y mi respiración se mezclaban en una anticipación deliciosa. Cerré los ojos y dejé que mi imaginación hiciera el resto. Fantasías, recuerdos, sensaciones... todo fluía mientras mis dedos encontraban su ritmo.
Estaba tan absorta en el placer que no escuché la puerta.
Mi novio había vuelto antes, sin avisar. Tal vez quiso sorprenderme, o simplemente se le hizo corto el encuentro con sus amigos. Lo cierto es que abrió la puerta de nuestra habitación y me encontró justo ahí, con la espalda ligeramente arqueada, mis piernas abiertas, el liguero tenso contra mi piel y mi mano entre los muslos.
El silencio que siguió fue apenas de segundos, pero me pareció eterno. Abrí los ojos y lo vi en el marco de la puerta, su mirada fija, intensa. Me sonrojé de golpe, un calor nuevo subió por mi cuello. Quise taparme, decir algo, pero me paralizó la expresión que vi en su rostro: no era juicio. Era deseo puro.
—No te detengas —me dijo, con la voz más grave que le había escuchado.
Ese fue el punto de no retorno.
Sentí una mezcla de vergüenza y excitación como nunca antes. Continué tocándome, más despacio, mientras él se acercaba sin apartar los ojos de mí. Se sentó al borde de la cama, acariciando mis piernas con una suavidad que me hizo temblar. Su aliento cerca de mi piel, sus palabras al oído… me sentí observada, deseada, admirada.
Pronto tomó el control, pero sin arrebatarme el momento. Me guió, me acompañó, me susurró cosas sucias y dulces al mismo tiempo. Hicimos el amor como si la escena anterior hubiera encendido algo más profundo en los dos: una confianza nueva, un deseo compartido, un fuego que nació del atrevimiento.
Esa tarde cambió algo entre nosotros. Desde entonces, la intimidad tomó otro nivel. Nos descubrimos sin miedo, sin tabúes, sabiendo que el deseo también se celebra en lo no planeado, en los momentos robados, en la vulnerabilidad de ser vistos y aceptados.
Y ese liguero… aún lo conservo. Es mi pequeño amuleto, mi secreto travieso. Cada vez que lo uso, sonrío recordando esa primera vez en que él me vio como nunca antes.