El Queen Latin Club vibraba con ritmo latino, luces bajas y cuerpos en movimiento. Entré sin muchas expectativas, solo buscando perderme entre la música. Pero entonces la vi… y todo cambió.
Ella. Vestido rojo, ajustado, escote generoso y piernas que sabían exactamente lo que hacían al caminar. Me observó con una mezcla de picardía y seguridad, como si ya supiera que terminaríamos juntos. Se acercó sin titubeos.
—¿Bailas? —dijo, sin esperar respuesta.
Su cuerpo se pegó al mío. Su trasero se frotaba contra mi entrepierna al ritmo de la bachata, provocándome con cada movimiento. Mi respiración se aceleró, mis manos se deslizaron por su cintura. No protestó. Al contrario, se volvió más atrevida, más intensa. La pista era nuestra. El deseo, también.
Me susurró al oído:
—Vamos arriba.
Subimos a la zona VIP. Apenas cruzamos la cortina, me empujó contra el sofá y se sentó a horcajadas sobre mí. Su lengua encontró la mía sin pedir permiso. Era hambre. Era necesidad. Sus caderas comenzaron a moverse con una lentitud calculada mientras su vestido subía centímetro a centímetro, revelando que no llevaba ropa interior.
Mis manos exploraron su piel desnuda bajo la tela, sintiéndola húmeda, caliente, entregada. Ella desabrochó mi pantalón con una destreza excitante y, sin romper el contacto visual, se bajó lentamente, lamiendo y besando con una pasión que me hizo gemir. Su boca era pecado, y yo, un hombre dispuesto a perder el alma.
Subió de nuevo, se posicionó sobre mí y me guió dentro de ella sin decir una palabra. Estaba tan mojada, tan estrecha… que me costó no perder el control al instante. Se movía con autoridad, dominando el ritmo, gimiendo contra mi cuello, mientras su cuerpo temblaba con cada embestida profunda.
La música afuera seguía, pero en nuestra burbuja solo existía el vaivén de nuestros cuerpos, el sonido de la piel al chocar, los jadeos, los besos húmedos, las manos apretando con fuerza. Ella me llevó al límite. Me susurró obscenidades al oído justo antes de venirse sobre mí, temblando, mordiéndose los labios.
Yo no tardé en seguirla, aferrado a sus caderas mientras descargaba dentro de ella, con una intensidad que me dejó sin aire.
Permanecimos abrazados unos minutos. Luego, sin aviso, se levantó, se acomodó el vestido y me lanzó una mirada que quemaba.
—No me busques. Las noches perfectas solo ocurren una vez.
Y desapareció entre las luces rojas del club, dejándome con el cuerpo saciado… y el recuerdo más erótico de mi vida.