Verónica y Yolanda se conocían desde los catorce años. Habían compartido amores, derrotas, secretos y madrugadas con vino barato en la azotea del viejo edificio donde crecieron. Lo habían sido todo: cómplices, hermanas de la vida, confidentes silenciosas. Pero nunca —al menos no hasta ahora— se habían atrevido a cruzar esa línea difusa entre el deseo callado y la confesión abierta.
Aquella noche, después de una cena casera y varias copas de Malbec, el tema surgió como quien no quiere la cosa. Hablaban de relaciones, de hombres poco atentos, de encuentros fugaces que no supieron a nada. Hasta que Yolanda, con una sonrisa en los labios y un leve rubor, soltó:
—¿Alguna vez te has imaginado usando un dildo doble con alguien?
Verónica se quedó en silencio por un instante. No fue incomodidad, fue más bien el asombro de ver cómo una fantasía que había guardado durante años encontraba eco en la voz de su mejor amiga.
—Sí —respondió al fin, con la voz más suave de lo habitual—. Pero no con cualquiera.
La tensión se volvió espesa, como una manta cálida que cubría todo el espacio entre ellas. Yolanda la miró, entre divertida y curiosa.
—¿Y con quién sí?
Verónica soltó una risa nerviosa. No respondió de inmediato. En su mente, muchas veces había imaginado ese escenario: la luz tenue, las miradas cómplices, el juego compartido de un placer que no exigía etiquetas, solo confianza. Y siempre, en esa imagen, estaba Yolanda.
—Con alguien que me conozca. Que no necesite palabras para entenderme —dijo finalmente—. Con alguien como tú.
El silencio que siguió no fue incómodo. Fue el tipo de silencio cargado de cosas no dichas, de deseos que se reconocen sin necesidad de nombrarse. Yolanda tomó la copa entre las manos y jugó con el borde de cristal, evitando la mirada de Verónica por un segundo.
—Yo también lo he pensado —admitió al fin—. No sé si por curiosidad, o porque contigo siento que nada podría sentirse sucio o incorrecto.
Y ahí estaban. Dos mujeres adultas, libres, vulnerables por elección, enfrentando juntas una fantasía que las acercaba más de lo que jamás habían imaginado.
La conversación siguió, sin prisa. Hablaron de texturas, de posiciones, de cómo imaginaban ese primer momento. Rieron, se sonrojaron, se permitieron soñar en voz alta. No había promesas, ni urgencias. Solo la dulce posibilidad de explorar juntas algo nuevo, sin miedo.
Al final de la noche, se abrazaron como siempre. Pero esta vez, el abrazo fue distinto. No porque hubiera cambiado algo entre ellas, sino porque ahora sabían que podían desearse sin traicionar lo que eran. Amigas, sí. Pero también mujeres libres, curiosas, dueñas de su placer.
Y en esa libertad, la fantasía compartida dejó de ser un secreto... para volverse, quizás, un plan.