Te cuento mi historia.
Nunca imaginé que perdería mi virginidad de esa manera.
Era una de esas noches en las que el cuerpo siente más de lo que la mente puede explicar. Había escuchado historias, susurros entre amigos, leyendas urbanas disfrazadas de bromas... sobre lugares donde el deseo se esconde detrás de paredes anónimas. El concepto me parecía surreal, casi como una fantasía nacida de una película que uno no admite haber visto.
Pero la curiosidad... esa sí es real. Y crece. Y te empuja.
Me encontraba en una ciudad que no era la mía, en un viaje que comenzó por trabajo, pero que terminó siendo algo más. Caminando por calles que olían a humo, a noche, a secretos, encontré el lugar del que había escuchado hablar. Nada ostentoso. Una puerta como cualquier otra. Una campana. Un silencio denso después de tocar.
Me dejaron pasar sin muchas preguntas. Era todo discreto, limpio, con una atmósfera extrañamente cuidada. No tardé en entender dónde estaba. Era un espacio pensado para lo que no se dice, para lo que se siente sin nombres ni compromisos.
Caminé hasta el fondo, donde las luces eran más tenues y los sonidos más suaves. Había una habitación pequeña, con una pared que tenía lo que esperaba ver: un agujero, perfectamente redondo, en medio de una estructura bien armada. No era improvisado. Era deliberado. Casi ritual.
Ahí, frente a esa pared, me quedé. Dudé. Lo pensé. El corazón me latía tan fuerte que sentía que los demás podían escucharlo. Me pregunté si estaba haciendo lo correcto. Pero, ¿quién puede definir qué es correcto cuando se trata del propio deseo?
Me acerqué. La respiración del otro lado ya estaba ahí, esperando. No sabía quién era. No sabría su cara, su nombre, ni su historia. Y quizás eso fue lo que me hizo decidir. No por morbo, sino por la libertad de dejar atrás todo lo que se espera de uno. Por la experiencia. Por mí.
Lo que siguió fue lento. Delicado. Cargado de una extraña mezcla de ansiedad y entrega. Mis sentidos estaban alerta como nunca antes: la textura de la madera, el olor del lugar, la sensación del momento. No hubo palabras. Solo gestos, respuestas, suspiros.
Era mi primera vez. Y sí, fue diferente a todo lo que había imaginado. No hubo velas, ni música suave, ni susurros románticos. Pero hubo algo más: una conexión cruda, honesta, intensa, nacida del anonimato y del deseo compartido. Y, para mi sorpresa, también hubo ternura, aunque nadie la vea.
Cuando todo terminó, me senté unos minutos, dejando que el silencio volviera. No me sentí sucio. Ni arrepentido. Me sentí distinto. Más consciente de lo que quería, de lo que era capaz de explorar. Salí del lugar con la misma discreción con la que entré, pero algo había cambiado.
No lo he contado a nadie. Hasta ahora.