A los 23, Valeria pensaba que ya se conocía bien. Había salido con varios chicos, ninguno particularmente memorable, pero tampoco desastrosos. Había aprendido a conformarse con la tibieza emocional, a aceptar que el amor quizá no era esa cosa intensa que mostraban las películas.
Sofía, su mejor amiga desde la universidad, era su lugar seguro. Compartían risas, secretos, silencios. Había algo en ella que siempre la tranquilizaba, como si su sola presencia pusiera en pausa el ruido del mundo.
Aquella noche de películas, envueltas en cobijas, con el eco lejano de la lluvia golpeando la ventana, Valeria empezó a notar cosas que antes no había permitido que flotaran en su conciencia. La manera en que Sofía la miraba cuando hablaba, como si cada palabra tuviera peso. Cómo su risa siempre le provocaba una punzada suave, parecida al vértigo.
Cuando sus manos se rozaron —accidentalmente, o tal vez no— algo en el pecho de Valeria se encendió. No fue una explosión, sino una certeza serena. Un reconocimiento. Como si su cuerpo supiera algo que su mente apenas estaba alcanzando.
Sofía no retiró la mano. Tampoco dijo nada. Solo la miró, con una mezcla de duda y esperanza. Fue Valeria quien dio el paso, torpe pero valiente, acercando su rostro en un gesto que no necesitaba palabras. El beso fue suave, tembloroso, como si ambas estuvieran caminando sobre hielo delgado.
Después, se quedaron horas hablando. De lo que sentían, de lo que no sabían cómo nombrar, de todo lo que habían reprimido.
Valeria no se descubrió lesbiana en un momento cinematográfico de epifanía. Fue más bien una serie de piezas que encajaron en silencio. No por Sofía, sino con ella. Porque estar a su lado le mostró cómo se sentía amar sin esfuerzo, sin duda, sin máscaras.
Y desde entonces, supo que había vivido tanto tiempo sin conocerse realmente. Sofía no solo fue su primera mujer. Fue el espejo donde, por fin, pudo verse completa.