No era la primera vez que Santiago entraba al vestidor del gimnasio, pero ese día, algo se sentía distinto. El vapor flotaba en el aire como una niebla espesa, y el sonido del agua golpeando los azulejos llenaba el espacio con una cadencia casi hipnótica. Después de una intensa rutina de pierna, su cuerpo pedía alivio, y la ducha caliente era su recompensa habitual.
Dejó caer la toalla sobre el banco, revelando sin pudor su figura trabajada, y caminó hacia las regaderas, donde ya había algunos hombres en silencio, concentrados en su propio ritual. El vapor difuminaba los contornos, pero no lo suficiente como para ocultar los cuerpos húmedos y tensos que lo rodeaban.
Fue entonces cuando lo vio.
Un hombre de espalda ancha y tatuajes negros en el brazo izquierdo se enjabonaba con lentitud. Su cabello mojado pegado al rostro, la mandíbula marcada, el cuerpo como esculpido en piedra. Santiago sintió una corriente eléctrica recorrerle el vientre. No era la primera vez que admiraba a otro hombre, pero esta vez algo más despertó.
El desconocido se giró y sus miradas se cruzaron. No hubo palabras. Solo una sonrisa ladeada y una mirada que decía mucho más. Santiago se quedó quieto bajo el chorro de agua caliente, dejando que el jabón resbalara por su pecho mientras el otro hombre se acercaba sin apuro.
Cuando estuvo lo bastante cerca, lo rozó con la cadera, apenas, como si fuera casual. Santiago no se movió. Sintió el cosquilleo en la piel, el calor de otro cuerpo tan cerca, y su respiración se volvió más pesada.
—¿Primera vez? —preguntó el hombre, con una voz grave, casi susurrada.
Santiago no respondió con palabras. Solo lo miró, los ojos cargados de deseo y una curiosidad ardiente. El hombre extendió una mano y, sin permiso, le tomó la nuca para acercarlo. El beso fue lento, firme, húmedo. El vapor los envolvía, como si el mundo se hubiese reducido a ese rincón del vestidor.
Las manos exploraban con urgencia, deslizándose por piel caliente, por músculos tensos. Santiago jadeó, sorprendido por lo fácil que le resultaba entregarse, como si su cuerpo ya supiera lo que quería, lo que había estado negando en silencio.
Ahí, entre el murmullo del agua y el eco de respiraciones entrecortadas, Santiago entendió que ya no había marcha atrás. Algo dentro de él se había abierto, algo que no podía ni quería encerrar de nuevo.
Y fue así, en esas regaderas de hombres, que se descubrió. No con culpa, sino con hambre. No con miedo, sino con una certeza húmeda, palpitante, e inevitable.